Epistola de Raspu
Nos dejamos de ver después de la preparatoria. Cada quien tomó su rumbo:
- Lucía viajó a Europa, se formó en la Sorbona de París y en la Complutense de Madrid, y volvió convencida de que sin leyes claras, instituciones y estructuras sólidas, todo es caos.
- Roberto se cruzó el Atlántico, estudió en Oxford y luego estuvo en Harvard, y regresó con el pragmatismo anglosajón en la sangre: contratos, eficiencia, innovación y mercado.
- Marcos se quedó más cerca de nuestras raíces, pasó por la UNAM y FLACSO, y de ahí sacó su voz de comunidad, dignidad y tierra como valores fundamentales.
Nos reencontramos años después, no en un café elegante, sino en una carnita asada en el patio de Marcos. Ahí estaban las tortillas, la salsa en molcajete, el carbón encendido. Cada quien llevó algo que lo representaba: Lucía una ensalada “a la romana”, Roberto un six de cerveza artesanal importada, y Marcos el mole de su abuela. Yo, Raspu, puse la oreja.
Y de pronto…
—La justicia es única, no se negocia en elecciones —arrancó Lucía, sirviéndose un taco—. Poner jueces a votación popular mata la técnica y destruye la independencia.
—¿Y de qué sirve tanta técnica si nunca llega al pueblo? —respondió Marcos—. En la comunidad, la justicia se hace en la plaza, frente a todos. Eso también es justicia, y más digna.
Roberto levantó la cerveza:
—Lo que importa no es si es en la plaza o en la toga, sino si funciona. Con jueces electos no hay certeza, y sin certeza no hay inversión. El país se hunde si ahuyentamos capital.
—Funciona para los que invierten, no para los que esperan justicia en el pueblo —contraatacó Marcos.
—La justicia debe servir a todos, no solo a unos —intervino Lucía—. Sin Estado de derecho, ni pobres ni ricos tienen justicia.
El humo de la carne se mezclaba con el debate. Roberto abrió fuego:
—El huachicol fiscal es el verdadero cáncer. Miles de millones en factureras y empresas fantasma. Así no hay país que compita.
—Eso pasa porque la ley se aplica como arma política —replicó Lucía—. El SAT y la Fiscalía son usados discrecionalmente. Si hubiera legalidad real, no existiría huachicol.
Marcos golpeó la mesa de madera:
—¡Es despojo! Cada factura falsa es un niño sin medicinas, un camino sin reparar. El huachicol fiscal no es problema técnico, es robo al pueblo.
—Entonces dime, Marcos —dijo Roberto—, ¿qué prefieres? ¿Un país con leyes perfectas pero sin inversión, o inversión sin justicia comunitaria?
—Prefiero un país donde la gente no muera esperando justicia —contestó Marcos, sin dudar.
La plática subió de tono. Lucía fue tajante:
—García Luna y Requena son lo mismo: el poder pactando con el crimen. Uno, secretario de Seguridad aliado con el narco; el otro, juez que libera delincuentes por tecnicismos. Ambos traicionaron al Estado.
Roberto añadió:
—Y de paso hundieron la confianza del país. ¿Qué inversionista serio entra a un lugar donde hasta la justicia está cooptada por criminales? Eso es lo que nos volvió inviables.
Marcos sacudió la cabeza:
—Lo que muestran esos casos es que ni el Estado de derecho ni el mercado salvaron al pueblo. Fueron instituciones al servicio de los poderosos.
—Y tampoco las comunidades los frenaron —interrumpió Lucía—. La justicia necesita instituciones fuertes, no solo asambleas.
La carne ya estaba lista. Repartimos tacos: carne asada, ensalada, mole, cerveza. Y ahí entendí: esa carnita asada éramos México.
- Lucía defendía la ensalada de reglas y leyes.
- Roberto brindaba por la eficiencia de la cerveza fría.
- Marcos compartía el mole de la comunidad.
Era un tianguis cultural servido en platos desechables.
Porque al final, México no es solo Sorbona, ni Harvard, ni Tenochtitlán. México es como un domingo de tianguis: cada puesto grita su verdad —“¡Justicia única!”, “¡Eficiencia primero!”, “¡Dignidad o nada!”— y, sin embargo, todos terminan llevándose un poco de todo.
La justicia, como la política, no es verdad absoluta, sino negociación compartida. Como la carne asada: nadie cocina solo; se mezcla, se discute, se regatea. Y entre humo y tortillas calientes, entendí que lo nuestro no es imponer, sino aprender a convivir en el sincretismo.
La mesa no resolvió nada, pero nos enseñó todo: que México no puede ser solo ensalada romana, ni solo cerveza importada, ni solo mole ancestral. La única receta posible es mezclarlo todo, como en el tianguis, donde todos gritan, regatean y al final se van con algo distinto de lo que pensaban comprar.