Una reflexión sobre la inseguridad y la indiferencia en Puebla
Anoche me robaron las llantas y los espejos de mi camioneta. Fue un acto más de los muchos que ocurren a diario en Puebla, pero que cuando nos toca personalmente, duele distinto. Da coraje, da tristeza, da impotencia. Pero también me dejó pensando: ¿en qué momento normalizamos vivir así?
El operador me comentó que ese era su sexto servicio del día por robo de llantas en la misma colonia. Sexto. En menos de 24 horas. El dato por sí solo estremece, pero más aún cuando se confronta con la pasividad de las autoridades. Durante más de una hora en la que permanecimos esperando la grúa justo al lado de la taquería donde habíamos estado cuando nos robaron, pasaron tres patrullas a nuestro lado y ninguna se detuvo a preguntar qué había pasado o si necesitábamos ayuda.
Pero no solo fue la ausencia de la autoridad lo que me marcó esa noche. Lo más impactante fue lo que ocurrió —o mejor dicho, lo que no ocurrió— con quienes nos rodeaban. Más de veinte autos llegaron al lugar, con personas de todas las edades, de distintos estratos sociales, y todos nos veían… pero ni una sola persona se acercó a preguntar si estábamos bien. Ni una.
Lo entiendo, el miedo nos hace alejarnos, no querer involucrarnos. Pero también me pregunto: ¿en qué momento perdimos la empatía? ¿En qué instante dejamos de ser comunidad? Esa noche no solo me robaron las llantas, también me robaron una certeza: la de sentirnos acompañados en lo colectivo.
Y mientras tanto, los datos confirman lo que vivimos. En Puebla capital, el robo de autopartes ha aumentado 158 % en los últimos tres años. Solo entre enero y mayo de 2025, se registraron 744 denuncias por este delito, según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP). Pero todos sabemos que esas son solo las que se denuncian. Expertos calculan que en México aproximadamente el 93% de los delitos no se denuncian, por miedo, desconfianza o resignación.
Puebla es, además, el quinto estado del país con mayor número de robos de autos, según cifras de la Asociación Mexicana de Instituciones de Seguros (AMIS). Y aunque el gobierno estatal reporta una disminución en delitos de alto impacto, los robos al patrimonio —como el mío y el de tantos otros— siguen creciendo sin freno.
Peor aún es lo que reflejan las encuestas: la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) indica que el 74.5 % de los poblanos se sienten inseguros. Más de siete de cada diez personas. Y en espacios públicos como parques y calles, esa percepción va en aumento. Incluso los vehículos —como el mío— han dejado de ser lugares seguros.
Pero lo que más duele no es la estadística, sino la sensación de que ya lo aceptamos como parte de la vida diaria. Nos roban, y en lugar de indignarnos colectivamente, nos decimos “ya ni llorar es bueno”. Esperamos que la policía lo resuelva todo, pero no nos damos cuenta que al vivir dentro de una comunidad, somos también responsables del tejido social. La seguridad no solo es un tema de patrullas, también lo es de empatía, de solidaridad, de humanidad.
A eso, con toda claridad, yo le llamaría una descomposición social.
Necesitamos más que cámaras de vigilancia y operativos relámpago. Necesitamos mirarnos de nuevo a los ojos, recuperar la capacidad de preguntar “¿estás bien?”, de alzar la voz por el vecino, de denunciar no solo ante el Ministerio Público, sino también en la conciencia colectiva. Porque hoy, la delincuencia no solo se roba autopartes, se está robando también nuestra capacidad de ser comunidad.
Y eso, quizás, sea el robo más grande de todos.