El café de la conspiración
San Andrés Cholula tenía su propio encanto: paredes con grafitis cuidadosamente diseñados para parecer espontáneos, jóvenes con tote bags llenas de libros de resistencia, y cafeterías de especialidad donde el precio del café era inversamente proporcional al tamaño de la taza.
En una de esas mesas de madera rústica, iluminada por la luz tenue de una lámpara Edison, se cocinaba un acuerdo que marcaría el destino de una causa noble… y de algunos egos académicos.
A la cabeza de la mesa estaba el Dr. Eduardo Santacruz, un sociólogo de renombre, no tanto por su producción intelectual, sino por su habilidad para insertar su nombre en todas las discusiones sobre derechos humanos en Puebla. Su barba espesa, sus gafas gruesas y su constante hábito de frotarse el puente de la nariz le daban un aire de sabio atormentado. Si había una injusticia, Santacruz estaba ahí. Pero no por convicción. Por protagonismo.
A su lado, Mariana Lafontaine, la joven activista de las causas justas. Vestía de manera descuidada con un estilo que claramente había tomado horas en perfeccionar. Su cabello, deliberadamente despeinado, y sus tatuajes de símbolos de resistencia en los brazos eran su credencial de entrada a cualquier conversación sobre luchas sociales. Ella creía en la causa. Y quizá eso la hacía la más vulnerable en esta mesa.
Frente a ellos, con una sonrisa imperturbable, estaba James Holloway, el emisario de USAID. Su camisa perfectamente planchada y su peinado de ejecutivo de Wall Street contrastaban con la estética relajada de sus interlocutores. Sus ojos no parpadeaban mucho. Hablaba con la cadencia de quien ha vendido miles de promesas… y todas han sido compradas.
Junto a él, Sarah O’Connell, una estratega de “desarrollo democrático” que había trabajado en más países de los que podía contar. Vestía con elegancia minimalista y su bolígrafo dorado no dejaba de girar entre sus dedos. Hablaba pausado, como si cada palabra hubiera sido medida previamente, como si estuviera dirigiendo una obra de teatro donde todos menos ella eran actores secundarios.
Holloway tomó un sorbo de su café. No necesitaba hablar demasiado. Sabía que el silencio incómodo hace maravillas en las negociaciones.
—Queremos ayudar a que su trabajo tenga impacto real —dijo finalmente, con la voz de quien regala una beca de excelencia académica—. Es importante que el tema de las desapariciones en Puebla trascienda las fronteras.
Santacruz se ajustó las gafas, frotó su nariz con dos dedos y respiró hondo, como si analizara cada palabra con un rigor filosófico que, en realidad, era puro teatro.
—Es un tema complejo. No queremos perder la independencia académica —respondió, aunque sus ojos brillaban ante la posibilidad de tener financiamiento garantizado.
—No es solo un financiamiento, Eduardo —intervino Sarah con una sonrisa matizada—. Es la posibilidad de elevar su lucha a una plataforma internacional. Imaginen la presión que esto puede ejercer en el Congreso, en el Senado, en los medios…
El silencio volvió a la mesa.
La palabra clave estaba sobre la mesa: presión.
Lo que parecía un respaldo legítimo al activismo universitario tenía otro objetivo oculto. A USAID no le interesaban las víctimas, sino los nombres detrás de las desapariciones, los vínculos con el crimen organizado, las posibles redes de corrupción dentro del gobierno de Puebla.
Mariana, con su cuchara dando vueltas en su infusión de jamaica y toronja, no pudo evitar preguntar:
—¿Y qué ganamos nosotros?
Sarah sonrió, como quien se divierte viendo a alguien intentar descifrar un acertijo fácil.
—Visibilidad. Acceso. Influencia. Y el financiamiento para hacer lo que ustedes ya hacen, pero mejor.
El trato se cerró en menos de una hora.
La infiltración en el Consejo Estatal de Búsqueda de Personas
El dinero comenzó a fluir. La investigación de la Ibero Puebla sobre desaparecidos creció como nunca antes, con reportes, estudios y conferencias respaldados por USAID. Cada artículo publicado llevaba discretamente el logotipo de la agencia, como una marca de agua invisible.
Pero los académicos querían más. Querían poder.
Con su nuevo respaldo internacional, decidieron que era momento de tomar un asiento en el Consejo Estatal de Búsqueda de Personas. La estrategia era clara:
1. Posicionarse como los expertos indiscutibles en el tema.
2. Generar suficiente presión mediática para que se viera natural su inclusión.
3. Utilizar su acceso a los colectivos de víctimas para demostrar que tenían respaldo ciudadano.
La primera reunión fue un despliegue de egos y calculadas sonrisas.
Santacruz habló con tono pausado, como si explicara algo obvio a niños pequeños.
—México no puede seguir trabajando en la desaparición de personas con métodos obsoletos. Nuestro enfoque es innovador, propositivo y alineado a estándares globales.
Mariana, por su parte, jugó la carta del impacto emocional.
—No somos solo académicos. Estamos en el campo. Hablamos con las familias.
Pero los funcionarios del gobierno de Puebla no eran tan ingenuos.
—¿Y quién financia estos estudios? —preguntó uno de ellos, con la mirada afilada.
Por un momento, hubo un silencio tenso.
Santacruz intentó responder con una evasiva elegante, pero el daño ya estaba hecho.
Los funcionarios sabían leer entre líneas. Lo último que querían era permitir que un grupo de académicos con respaldo extranjero tuviera un asiento en el Consejo. Así que, con la misma sonrisa con la que los recibieron, los dejaron fuera.
—Agradecemos su compromiso, pero por ahora el Consejo está completo.
Mariana apretó los dientes. Santacruz miró su café con decepción.
Pero había otra forma.
El cortometraje que nadie vio
Con el respaldo de USAID y el pretexto de visibilizar la causa, se realizó un cortometraje sobre desaparecidos, presentado en la Sala Luis Buñuel de la Casa de la Cultura de Puebla.
El evento fue silencioso, casi clandestino. No hubo una gran campaña de difusión. No hubo presión mediática para que la gente lo viera.
No se trataba de llegar al público. Se trataba de comprobar que el dinero de USAID había sido utilizado en un “proyecto de impacto”.
Lo que debía ser un esfuerzo legítimo para ayudar a las familias terminó siendo un trámite burocrático dentro de una agenda extranjera.
La caída de la cortina
Cuando Trump ordenó la desaparición de USAID, los archivos de financiamiento salieron a la luz.
El nombre de la Ibero Puebla apareció en las listas de instituciones financiadas para generar presión política en América Latina.
Las reuniones que antes estaban llenas de profesores defendiendo la autonomía universitaria ahora se llevaban a cabo en silencio.
Y en algún café de Cholula, los mismos académicos que alguna vez celebraron su financiamiento ahora se preguntaban en voz baja:
—¿En qué momento nos convertimos en piezas de un juego ajeno?
Pero ya era tarde.
Porque cuando el Cuervo Blanco aterriza, la verdad se vuelve notoria y las mentiras se desploman. Y en esta historia, la caída ya era inevitable.