El objetivo para todos los gobernadores al inicio es el mismo: trascender.
Pocos, como Melquiades Morales, Tony Gali y próximamente Sergio Salomón, pueden caminar libremente por las calles, sin miedo y ser saludados.
El primer año, cuando se elige al equipo que acompañará el proyecto, la expectativa para el nuevo gobierno es altísima. Todos los ojos están puestos en la nueva administración.
Elegir a las y los mejores no es una tarea fácil. Nunca lo ha sido.
Hay que privilegiar muchas veces la capacidad sobre la lealtad y viceversa.
Si se tienen ambas, es una fortuna.
En el tercer año, con toda la maquinaria aceitada y trabajando, hay que enfrentarse otra vez a las urnas en la elección intermedia.
Se tiene que ganar sí o sí por la gobernabilidad y para eso, la selección de los perfiles es fundamental. Es una ratificación al trabajo del gobernador. Ni más, ni menos.
En el quinto año de gobierno, empiezan a calentarse los ánimos por la sucesión. Muchos son los que creen que tienen méritos para ser el siguiente, pero pocos son los elegidos.
Sin una gran operación, hay rupturas irreparables.
En el sexto, cuando ya se convive con el gobernador electo, se pierden los reflectores: “muera el rey, viva el rey”. En este periodo hay que alinear a todos los actores, porque ya tienen puesta la mirada en el futuro.
Pero el año más difícil para cualquier gobernador debe ser el séptimo. Cuando ya puede hacer cuentas y mirar atrás. Observar quiénes se quedaron y cuántos son sus verdaderos amigos.
El necesario y muchas veces injusto recuento de los aciertos y errores.
Sólo el implacable tiempo que todo compara, dirá si fue mejor o peor que sus antecesores y podrá ser referente para los que vengan después.