Sentado en una terraza con vistas al azul infinito del Mediterráneo, El Toluco disfrutaba del frescor de una brisa invernal que acariciaba su rostro. Con un brandy en la mano, admiraba el atardecer mientras repasaba en su mente los caminos que lo habían llevado hasta ese lugar. España, la madre patria, esa tierra que siempre había despreciado, ahora se convertía en su refugio y su prisión autoimpuesta. Aquí, lejos del ruido, podía recordar cada paso, cada jugada, y cada éxito que lo llevaron a ser lo que fue: el amo y señor de su mundo.
Las remembranzas comenzaron a llenar su mente, llevándolo de vuelta a aquellos días en Puebla, donde todo era posible gracias a la organización. Había llegado a España con una beca que sus mentores le habían conseguido. “Siempre vieron en mí a alguien con futuro”, pensaba, mientras esbozaba una sonrisa. Pero esa sonrisa pronto se desdibujó. Algo no encajaba. Una sensación incómoda lo invadía. “¿Qué dejé pendiente en Puebla?”, se preguntó, aunque no encontró respuesta inmediata.
Intentando disipar su inquietud, El Toluco tomó el teléfono y llamó a Íñigo, su inseparable socio y mano derecha. Íñigo siempre tenía la respuesta. Fue él quien lo conectó con personajes clave, como el dueño de la radio. Ese hombre, aunque apestaba como un zorrillo, se convirtió en pieza fundamental para multiplicar los recursos de la organización. Juntos construyeron una red de gazolineras que no solo generaban ingresos, sino que también servían para limpiar los dividendos. “¿Cómo va el negocio?”, preguntó con su habitual tono tranquilo. “Todo en orden, jefe”, respondió Íñigo.
Esa respuesta trajo alivio momentáneo, pero su mente volvió a vagar. Recordó los días en Metepec, cuando madrugaba con su padre para vender juguetes en los polvosos llanos de Las Torres. Fue allí donde aprendió las primeras lecciones de negocio: presentar la mercancía, negociar, y, sobre todo, entender el valor de las cuotas. En aquellos días, los ambulantes pagaban cuotas para trabajar, y esa idea quedó grabada en su mente. “Si los líderes cobraban cuotas, yo también podía hacerlo”, se decía.
Cuando se convirtió en alcalde, no perdió tiempo en implementar ese modelo. Pero lo llevó más lejos. No solo los ambulantes estaban en su mira; ahora los comercios establecidos también debían pagar su “derecho de piso”. “Esta operación va a ser a huevo”, exclamó con su característico tono autoritario. Y así fue como mandó al famoso Huevo Guevara, su compinche más fiel, a encargarse de las extorsiones. Huevo tenía una reputación temible, y bajo su mandato, cada comercio en Puebla supo lo que era pagar más de lo justo. “Es un favor para la ciudad”, decía El Toluco, aunque sabía que lo único que hacía era llenar más rápido su cisterna secreta.
Ah, la cisterna… Nunca olvidaré el día en que pensé que todo el dinero acumulado allí se estaba pudriendo. La humedad y los ratones habían comenzado a deteriorar los billetes. “¡Maldita sea!”, exclamó, mientras convocaba a todos sus compinches. Bernardito, Lupita y los demás se sentaron en el suelo, contando billetes uno por uno. Separaron los que todavía servían de los que estaban podridos. Fue entonces cuando decidió invertir en máquinas contadoras de billetes, como las de La Casa de Papel. Las máquinas trabajaban sin descanso, asegurándose de que nada se desperdiciara.
Pero los problemas no terminaban ahí. El negocio más grande que había dejado en Puebla, el corazón de su operación, ahora estaba en crisis. “El velador que dejé cuidando todo me salió más caro de lo que pensé”, reflexionó con una mueca de enojo. “Resulta que nos dejó endrogados con casi 600 millones de pesos”. El hombre, un vecino convertido en supuesto aliado, había gastado todo el dinero. “Bueno, nunca me dio nada, pero era mi socio, o al menos eso pensaba. Al final, solo era un vecino en la empresa”, dijo con amargura. Pero no todo estaba perdido: el velador tendría que pagar los platos rotos. Las investigaciones empezarían pronto, y como siempre decía Íñigo: follow the money.
Con cada sorbo de brandy, los recuerdos se volvían más claros. Recordó a Manuelito Rojo, el primo de Íñigo, que se encargaba de las gazolineras. Recordó también las cuotas que cobraba la organización, no solo a los ambulantes, sino también a los negocios establecidos. “La diversificación es clave”, pensaba. “Si no les cobras tú, alguien más lo hará”.
El teléfono sonó, interrumpiendo sus pensamientos. Era Íñigo. “Todo en orden con las gazolineras, jefe”, le dijo. Pero esta vez, El Toluco no encontró consuelo en esas palabras. Había algo más, algo que estaba al borde de la catástrofe.
Y entonces lo recordó: Felipe. Había dejado en sus manos la operación más delicada, la que consolidaría su imperio. Tomó el teléfono con urgencia y marcó su número. No hubo respuesta. La desesperación comenzó a invadirlo. Había confiado en Felipe para ejecutar la tarea más crítica, y ahora todo estaba en riesgo.
Las noticias llegaron rápido. Felipe había fallado, y con él, toda la operación se había derrumbado. Los muchachos que quedaron en Puebla fueron arrestados. Las gazolineras estaban bajo investigación, y la cisterna… bueno, la cisterna no tardaría en ser descubierta.
El Toluco se dejó caer en su silla, derrotado. Había construido un imperio desde cero, pero su exceso de confianza y un descuido fatal lo habían llevado a perderlo todo. El amo y señor ahora no era más que una sombra de lo que fue.
El sol desapareció tras el horizonte, dejando la terraza en penumbra. Encendió un cigarro, intentando encontrar calma en el humo que ascendía lentamente. Miró al Mediterráneo por última vez antes de levantarse. “Todo lo que sube, tiene que bajar”, pensó con amargura.
Y así fue como El Toluco, el magnate de las cuotas y las gazolineras, terminó como un fugitivo más. De empresario a exiliado, de líder a huido. Un Toluca en fuga.