Soy el que barre y trapea en el Senado. El que en las madrugadas camina por los pasillos largos donde las voces de los discursos se quedan pegadas en las paredes como telarañas. A mí nadie me mira, pero yo miro todo. Y créanme, hay noches en que uno desearía no haber visto nada.
Esa tarde olía distinto. No a café recalentado ni a papel mojado, sino a intriga. Y cuando el aire huele raro en el Senado, es porque algún demonio anda suelto. Yo estaba recogiendo unos vasos olvidados cuando vi la sonrisa del nahual. No la sonrisa de un jaguar ni de un coyote… sino la de un senador de traje, con ojos encendidos y pasos de quien ya pactó con la oscuridad.
Era Néstor Camarillo. Llegó como quien tira la puerta para que todos lo vean, pero con la calma del que ya sabe dónde va a aterrizar. Renunció al PRI como si se estuviera quitando un saco viejo y sudado. Y de golpe, la mesa directiva se vino abajo, el tablero se movió y —¡zas!— lo que parecía una derrota para su partido acabó dándole un regalo envuelto al oficialismo. Yo, desde mi escoba, solo pensé: qué hábil este nahual… cuando abre la boca, no habla: escupe humo, y deja ese tufo a huachicol político que se impregna en los pasillos.
El silencio fue lo peor. Nadie en el PRI lo condenó. Nadie se indignó. Todos callaron como si se hubieran puesto de acuerdo para tragarse las palabras. Y Alito… ay, Alito. Ese sí me sacó la carcajada: el gran dirigente nacional, que presume fuerza, que amenaza, que golpea la mesa… ese día no hizo nada. Ni lo reprendió ni lo señaló. ¿Será que la salida estaba pactada? Yo no sé, yo solo trapeo… pero el silencio de los líderes suele oler más fuerte que las palabras. Y esta vez olía a gasolina cruda.
Los rumores corrieron más rápido que las cucarachas cuando prendes la luz. En la cafetería, en los baños, en las escaleras de servicio… todos hablaban. Que Néstor se iba al PAN con Marko Cortés, donde dejaría como bobo a Mario Riestra en Puebla. Que no, que lo suyo era Movimiento Ciudadano, para desplazar a Fedrha Suriano, la de toda la vida, hija de alianzas viejas con su padre y con Fernando Morales. Cada quien juraba tener la primicia. Y yo, entre escoba y trapeador, no pude evitar soltar una risita: ¡qué generoso este nahual, va sembrando caos en todos lados al mismo tiempo!
Pero no nos engañemos. Yo lo he visto de cerca. Este nahual no protege ni a los suyos ni a nadie. No lo mueve ni Puebla, ni el PRI, ni el PAN, ni MC. Lo único que lo enciende es su carrera loca rumbo al 2030, soñando con la gubernatura. Sueña con la silla más alta, aunque para llegar tenga a vender candidaturas como boleto de feria. ¿A quién se la cobrará primero? ¿A los azules del PAN o a los naranjas de MC? Hagan sus apuestas, que la función ya comenzó.
Yo, mientras tanto, sigo aquí, con mi cubeta de agua sucia, viendo cómo los pisos relucen aunque los pasillos apesten. Porque ese olor a huachicol político, denso, rancio, pegajoso… ese no se va ni con litros de cloro ni con toneladas de pinol. Se queda impregnado, como sombra en la alfombra roja, como humo en el techo de la Cámara.
Pobres poblanos. Ellos creen que se trata de partidos, de colores, de siglas. No saben que en realidad lo único que están oliendo es la combustión de un nahual que, con cada brinco, deja más ceniza que futuro.