Crónica íntima del cardenal que no eligió al Papa que quería, pero sí al que la Iglesia necesitab
I. El Silencio de San Pedro
La muerte del Papa Francisco no nos tomó por sorpresa. Pero eso no la hizo menos dolorosa. Roma amaneció entre crespones y oraciones, y la cúpula de San Pedro se cubrió de una niebla que parecía venir del alma del mundo.
En los días previos al cónclave, las redes sociales hervían con teorías. “Ha llegado el momento del Papa Negro”, decían algunos, desempolvando viejas profecías de Nostradamus y San Malaquías. Se hablaba de catástrofes, del fin de los tiempos, de señales que nadie comprendía. Algunos aseguraban que el nuevo Papa sería africano, otros que sería un revolucionario que traería caos. Era difícil distinguir la superstición del anhelo, la fe del espectáculo.
Los medios no sabían si amplificar la narrativa o contenerla. ¿Debían alimentar el morbo o respetar el proceso? Al final, optaron por la expectación. Los titulares eran prudentes, pero las transmisiones en vivo no se detenían. Roma se convirtió en un teatro global donde la fe y la política se entrelazaban como en ningún otro lugar del mundo.
Y mientras todo eso sucedía afuera, adentro, nosotros —135 cardenales— nos preparábamos para decidir. Dos hermanos se habían excusado por salud. Éramos el corazón visible de una grey de más de mil millones de almas. Y necesitábamos 90 votos para que uno de nosotros se convirtiera en el próximo Sucesor de Pedro.
II. Extra omnes
Yo era el cardenal decano, el más antiguo, aunque no el más entusiasta del rumbo reciente. Mi corazón pertenecía al bloque conservador. Creía en la liturgia solemne, en la firmeza doctrinal, en la claridad del dogma. Y sin embargo, ahí estaba yo: llamado a guiar el proceso que, todo apuntaba, no honraría mis preferencias.
La Capilla Sixtina nos acogió bajo el juicio inmutable de Miguel Ángel. Las puertas se cerraron con el tradicional Extra omnes. Afuera quedó el mundo. Dentro, solo quedaba la conciencia, la oración… y la política.
III. Los cinco rostros del Espíritu Santo
Los cardenales se alineaban ya en cinco grandes grupos:
• Bergoglianos (53): querían dar continuidad a la línea pastoral de Francisco, con énfasis en la justicia social, la ecología y el Sur Global.
• Periféricos (39): originarios de África, Asia y América Latina; conservadores en lo moral, críticos del modelo económico global, con una fe vibrante.
• Progresistas (15): buscaban abrir temas doctrinales: mujeres en el sacerdocio, nuevos modelos de familia, celibato opcional.
• Conservadores (25): mi grupo. Defensores de la tradición y el magisterio preconciliar.
• Tradicionalistas (5): intransigentes. Soñaban con restablecer la misa tridentina y el orden antiguo.
Todos sabíamos que ninguno por sí solo lograría los 90 votos necesarios. La clave estaría en negociar sin ceder el alma.
IV. Primera Ronda – El tanteo del Espíritu
Las papeletas cayeron una a una en la urna. El silencio era pesado. Al contar los votos, ningún nombre se alzó con fuerza decisiva. Pero uno comenzaba a despuntar: un cardenal de perfil pastoral, cercano a los pobres, pero sin excesos doctrinales.
Los bergoglianos sonreían. Los periféricos murmuraban. Yo fruncí el ceño. La primera ronda había sido una advertencia: la mayoría podía formarse pronto.
V. Segunda Ronda – El peligro de sumar mal
Ese mismo candidato alcanzó casi 80 votos. Yo lo conocía: hombre de fe, de calle, pero ambiguo en doctrina. Los bergoglianos lo empujaban. Algunos periféricos, también.
Llamé a reunión a los líderes de nuestro bloque. Nos acompañaron los cinco tradicionalistas.
—“Si no contenemos esto, lo próximo será el colapso doctrinal”, advertí.
—“Podemos resistir dos rondas más. Después, tendrán que venir a nosotros”, dijo Urrutia.
Esa fue nuestra estrategia: bloquear sin romper. Resistir sin destruir.
VI. Tercera Ronda – La grieta
El candidato alcanzó 92 votos. Suficientes. Pero el humo… fue negro.
Tres votos se habían perdido. Nadie sabía si fue por convicción o presión. Pero eso fracturó momentáneamente la mayoría.
Afuera, el mundo ardía en rumores. ¿Habría cisma? ¿Intervendría el “Papa Negro”? ¿Estaba el Vaticano dividido?
Adentro, el clima era tenso. Las conversaciones se volvieron más personales. Citas bíblicas disfrazaban posiciones políticas. Algunos pedían una figura de unidad. Otros, una señal.
VII. Las intrigas del alma
Aquella noche, entre las columnas del patio, me crucé con el líder de los progresistas.
—“Cardenal, ¿y si apoyamos juntos a alguien que no sea el tuyo ni el mío?”, me propuso.
—“¿A cambio de qué?”, pregunté.
—“De nada inmediato. Solo la promesa de que no romperemos lo que aún sostiene a millones.”
También hablé con un cardenal periférico de África occidental.
—“Queremos justicia para el pobre, no dogmas blandos”, me dijo. “Pero si el elegido no toca los pilares, podemos acompañarlo.”
Comprendí entonces que el equilibrio era posible, pero exigía sacrificios.
VIII. Cuarta Ronda – El equilibrio inesperado
La mañana siguiente, todo cambió. Un nuevo nombre se alzó discretamente. No era el favorito de nadie, pero era aceptable para todos. Pertenecía al grupo bergogliano, pero sin las aristas del progresismo. Su biografía cruzaba fronteras: con formación europea y experiencia en América Latina, conocía tanto la historia como las periferias. Era un puente.
El conteo fue exacto: 90 votos. El Espíritu —o la estrategia— había hablado.
IX. El humo blanco, el pueblo y la fe
El humo blanco se alzó sobre Roma. El júbilo estalló. Afuera, miles aplaudían, muchos sin saber quién había sido elegido. No importaba. Lo esencial era que el Papa había sido elegido. La grey católica, como siempre, interpretó ese gesto como el resultado del Espíritu Santo.
Y en el fondo, yo también.
Porque aunque la política del Vaticano es humana, el misterio de la fe consiste en creer que incluso a través de nuestras luchas, Dios actúa. Que incluso cuando el elegido no es el que uno deseaba, puede ser el que se necesitaba
X. Epílogo – La balanza sigue en pie
El nuevo Papa habló esa noche desde el balcón. No prometió reformas, ni condenó tradiciones. Habló de fraternidad, de escucha, de caminar juntos. No fue un grito, sino una invitación.
En los días siguientes, las redes callaron. La profecía del “Papa Negro” se desvaneció en la bruma del sensacionalismo. El mundo entendió, una vez más, que la Iglesia no elige según las encuestas, ni por las tendencias. Elige con solemnidad, con estrategia y con fe.
Y yo, cardenal conservador, entendí también que, aunque no elegimos al Papa que queríamos, elegimos al que la Iglesia necesitaba para no romperse. Porque la barca de Pedro puede crujir, pero nunca debe hundirse.