Alguien de la familia sugirió asistir a la Arena Puebla a la tradicional función de lucha libre de los lunes. En general, la respuesta fue favorable, pero con un tono de lástima-no-se-va-a-poder. “Ya es muy noche y es inseguro”, argumentó alguien; “por ahí asaltan mucho”, secundó otro, y todos nos resignamos a posponer indefinidamente la asistencia.
Pocos días después una amiga me comentó que ya no salía por la noche, debido a la inseguridad que priva en su estado natal, Morelos. Otro vecino que tuve en la colonia Narvarte, en la Ciudad de México, tiene ciertos códigos cada que habla con sus familiares, para corroborar que realmente son ellos y no unos delincuentes que estén suplantando su identidad.
Nos estamos acostumbrado a vivir rehenes de los criminales. Dejamos de recorrer ciertas calles, de salir en ciertos horarios, de realizar ciertas actividades por el temor fundado de ser presas de un acto delictivo. Nuestra respuesta frente a los interminables años de creciente violencia que sufrimos desde la segunda mitad de los noventa ha sido instalar cámaras de seguridad, alarmas, vivir en fraccionamientos, cargar gases lacrimógenos, tener ciertos códigos y atascar de candados y cerraduras nuestras casas.
En el mejor de los casos, estas estrategias han servido para hacernos sentir un poco más seguros, pero no han sido suficientes para desalentar a los criminales. Sé de casos -muy cercanos por cierto- de personas que han sufrido asaltos a mano armada en fraccionamientos cerrados, con todo y vigilantes, y montones de cámaras de seguridad y alarmas.
A pesar de este escenario, seguimos en lo nuestro, que no es otra cosa más que trabajar de sol a sol y dejar un poco de tiempo disponible para convivir con la familia. Era para que hubiésemos tomado las oficinas gubernamentales, los cuarteles de policía, nos hubiésemos organizado para poner un rabioso hasta aquí a la lacerante pandemia de levantones, desaparecidos, secuestros, torturas, violaciones, feminicidios y demás crímenes emparentados. Pero no, decidimos que mejor pondríamos un candado más a la casa y seguir con nuestros asuntos.
He asistido a algunas manifestaciones contra la violencia, todas ellas bastante desangeladas. La más reciente hace unos meses por el asesinato de Cecilia Monzón. Había más representantes de los medios de comunicación y familiares, que miembros de la sociedad civil. Y eso que quienes la organizaron convocaron en domingo por la mañana, día en que la mayoría descansa de las actividades laborales.
En tanto, los gobiernos -este en particular más que sus antecesores- han optado por empoderar sin límites al Ejército, institución que ha demostrado una evidente incapacidad para disminuir el crimen y sí una clara complicidad de sus altos mandos con el crimen organizado. El titular del Ejecutivo federal reprime cualquier crítica y, por el contrario, parece que muestra más empatía con los verdugos que con los votantes; ya es célebre su “abrazos no balazos” como “estrategia” para “erradicar” la violencia.
Nos roban la vida, nuestro sueldo, a nuestros hijos, nuestra libertad, nuestro tiempo, nuestra tranquilidad. Nos quejamos. Escuchamos entre morbosos y asombrados las anécdotas de amigos y familiares cercanos que en este mes fueron presas de la violencia. Nos encojemos de hombros y seguimos adelante, derrotados por nuestro egoísmo, nuestra incapacidad de organizarnos, de participar, de exigir, de tener un mínimo de empatía con el sufrimiento ajeno, que no es otro que el propio.
En número, somos, por ventaja, muchísimos más que los criminales; en agallas, organización y voluntad, claramente nos superan.