Se trataba de un buen elemento en el equipo de trabajo: responsable, puntual, talentoso; a pesar de estas virtudes, de manera intempestiva, anunció su renuncia.
- ¿Por qué renuncias? — cuestionó su empleador—
- Porque me acabo de comprar un celular bueno y no quiero que me lo roben en el transporte público.
Aunque pareciera ser un chiste malo, esta anécdota es real y me la contó un amigo que tiene su propia empresa en el sector de medios de comunicación y publicidad digital. Lejos de ser una estampa aislada, representa un fenómeno social que se está convirtiendo en un verdadero problema: Un creciente déficit de mano de obra.
A pesar de que en México hay más de 2 millones de desempleados — 2.1 millones de trabajadores pertenecientes a la Población Económicamente Activa, de acuerdo con el Inegi— existen muchos sectores que están sufriendo por cubrir sus vacantes. No es distinto el escenario en Alemania, Canadá, Estados Unidos o España, por citar sólo unos cuantos casos.
En España, por ejemplo, existen más de 3 millones de trabajadores en paro, pero los sectores de la construcción, mecánica, calzado y metalurgia tienen miles de vacantes debido a que a los jóvenes no le apetece ensuciarse las manos o encuentran a dichos empleos poco glamourosos.
En Alemania la crisis de trabajadores ha llegado a tal punto, que el 50 por ciento de las empresas se vieron obligadas a recortar su producción por falta de personal. De acuerdo con la agencia de empleo alemana, el déficit de empleados se ubica entre 360.000 y 380.000 de manera anual, y se estima que al final de la década supere los 500.000.
Sin ir más lejos, en Tulum, Quintana Roo, la Asociación de Hoteles local reportó que han emprendido una intensa búsqueda en las comunidades mayas para cubrir el 22 por ciento del déficit de plazas que padece el sector.
Y podemos llenar esta columna con más y más datos y recortes en el mismo sentido, pero terminaría siendo repetitivo y aburrido. Basten estas menciones para corroborar una tendencia clara: Las nuevas generaciones -en su mayoría- no quieren empleos duros, si no trabajos “fáciles” y desechables.
Los analistas del tema han hecho hincapié en que la pandemia aceleró este proceso, debido a que los trabajadores buscan sobre todo empleos desde casa y con mucha flexibilidad.
Ahora bien, ¿debemos condenar a los jóvenes por no querer ensuciarse las manos? Es una respuesta con matices. En su defensa, advertimos que la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos ha advertido de una creciente alza de empleos demandantes y mal pagados. ¿Quién, salvo un verdadero héroe -tan gastada palabra, pero en este caso me parece pertinente- querrá romperse el lomo a cambio de mil pesos semanales por cobrar, trapear, barrer y atender borrachos malencarados en el OXXO?
El salario promedio en México es de 7 mil 380 pesos al mes, cantidad que no alcanza para que el trabajador imagine comprar una casa, un coche o vacacionar en una playa nacional.
El creciente número de emprendedores ha devenido en igual número de emprendimientos insipientes que apenas si pueden pagar unos cuantos pesos a sus supuestos empleados, ni qué decir de seguro social, vacaciones, fondos de ahorro o “lujos” similares.
El trabajador tiene derecho a un empleo realmente digno y que le permita prosperar y a decir no a las “oportunidades” que le robarán la salud a cambio de vivir al día.
Pero la salida no es sencilla. Una visión paternalista abogaría porque estos emprendimientos le otorguen a sus colaboradores las mejores condiciones laborales o sean extinguidos, pero eso acabaría con el 95.6 por ciento de las empresas que funcionan en nuestro país. Al ser una economía que primordialmente se dedica al sector servicios, con poca innovación, investigación y competencia a nivel mundial, poca es la derrama de riqueza que pueden generar negocios como papelería El Lapicito o barbería El Galán.
De modo que estamos frente a una encrucijada que parece no tener salida: Las empresas necesitan empleados pero no pueden pagar buenos sueldos; los empleados quieren trabajos, pero no están dispuestos a matarse de hambre para ganarse unos centavos.
Y, en medio de este escenario, surge la promesa dorada: Ser influencer: Ganar millones a cambio de enseñar las nalgas, hacer bromas, bailecitos o reseñar productos. Y sí, algún ínfimo porcentaje lo logrará, pero el resto de la población se perderá en los espejitos de ser millonario mientras las empresas ruegan porque se sumen a sus filas.
No estaban del todo erróneas las generaciones anteriores que, mediante una cultura del trabajo, con los años generaban un cierto patrimonio. Pero, desde luego, un sector joven no está dispuesto a empeñar sus años mozos a cambio de migajas.
Es el precio que estamos pagando por una sociedad que no piensa en términos de mediano o largo plazo, si no en gratificaciones tan momentáneas como la descarga de dopamina que conlleva un nuevo suscriptor. Y es el precio que estamos pagando por la “changarrización” del país, producto de una economía neoliberal de outsourcing barato resultado a su vez de una clase política que no quiso ni querrá invertir en un futuro lejano que le provoque riesgos electorales inmediatos. ¿Por cierto? ¿Cuáles han sido los sectores más castigados este sexenio en recortes presupuestales? La ciencia, investigación y cultura, claro está.