Uno de los tantos absurdos que me provoca el fanatismo deportivo es la posición de despreciar al adversario. Para ejemplificarlo en una imagen, me resulta incomprensible que un fan digamos de los Pumas se exprese en términos como este: “Pinches aguilitas del América, son malísimos nos los vamos a chingar”. Si le concedemos la verdad a este hipotético seguidor del club universitario, ¿entonces qué razón tendría para enfrentar al equipo contrario? Si los Pumas son la única, mejor e inigualable escuadra, ¿entonces para qué competir con el resto?
Algo parecido, pero con más agravantes, ocurre en la política. Yo le voy a tal partido porque el otro es corrupto, terrible, el peor posible. Quien piensa así no cree entonces en la democracia, más bien es un partidario de la dictadura y el totalitarismo.
Lo peor es que llevamos varios años en un terreno que coquetea con un escenario de ideología hegemónica. El partido en el poder y su líder suman peligrosos años aprovechándose de la división propia de las clases sociales para posicionarse en el poder y anular a toda aquella expresión que no simpatice con la suya.
No quieren rivales ni adversarios, ellos, lejos del boquiflojo fanático deportivo que en realidad sí desea demostrar que su equipo es mejor que el otro, lo que en el fondo buscan es controlarlo todo: Los tres poderes, los estados, los votos, la prensa, las filias y las fobias.
Este despropósito se enfrenta a la pared de la natural diversidad del ser humano. Lo único que nos hace iguales es lo distinto que somos unos con otros, lo diferente que pensamos del suicidio, del amor, del aborto, de la religión, de Dios, de la eutanasia, de los matrimonios entre personas del mismo sexo, de la vida, de la muerte, de la economía, de elegir cátsup o mostaza.
El movimiento político que pretenda gobernar bajo una visión homogénea tarde o temprano termina fracasando, como muchos episodios de la historia nos lo han demostrado. Y no se trata de derrotas para el olvido fácil, si no de tragedias que derivan en muertes y dolores indescifrables.
Pero hoy, al calor del tiempo electoral, eso no importa al partido en el poder y a muchos opositores. No quieren que exista el otro, a pesar de que, bajo la lógica de la competencia, el adversario es absolutamente necesario, indispensable, al menos para la simulación.
Y justo este es el último concepto que parece que es al que quiere regresar Morena. Al viejo PRI, hoy revivido bajo otras siglas pero con las mismas prácticas, en las que sólo cabe una opinión, una corriente, una manera correcta de ser, y que requiere de una oposición sumisa, apenas perceptible, pero suficiente para argumentar que se vive en un régimen demócrata y no lo opuesto.
Pero como la política es una guerra, la lógica de estos y los siguientes meses o años se asoma tenebrosa. Cada vez vemos expresiones, tanto de los anti como los pro Morena, más irracionales y violentas, al borde de caer en la tragedia.
Y sino asumimos que la libertad y la diversidad son parte natural de nuestra sociedad, volveremos a firmar esas tan temibles páginas de sangre producto de la tan absurda y fútil ideología.