En el país donde los árboles genealógicos se agitan como sombrillas en temporada de calor político, Ignacio Mier Velasco ha encontrado su mantra salvavidas:
“Soy primo… pero lejano”.
Y así, armado con el Código Civil en una mano y el retrato de familia en la otra, ha salido a defender lo indefendible: su derecho natural, casi hereditario, a gobernar Puebla, como si el apellido bastara y el octavo grado de parentesco lo absolviera de la sospecha pública.
Pero el problema no es la sangre. Es la sobredosis de soberbia
Todo se desató con una frase que sonó a bomba:
“Nadie puede negar a su familia.”
La soltó el gobernador Alejandro Armenta, con tono sereno pero intención quirúrgica. Y el eco fue tan potente que reunió de urgencia a la familia Mier en su sala de guerra: queso botanero, egos tibios, y plan de defensa.
—“Machito, tú sales a medios.”
—“Daniela, tú sigue en la oficina de Igualdad.”
—“Yo, el patriarca, recordaré que la ley no me impide nada… porque yo la redacté.”
Estrategia clásica del viejo régimen: si no hay ley que me frene, entonces que hablen de grados, no de ética.
Pero el pueblo tiene memoria. Y no olvida la escena de 2024, cuando se anunció que el candidato a gobernador de Morena sería Alejandro Armenta. Nacho, en lugar de mostrar institucionalidad, se levantó de la rueda de prensa, cara larga, edecán fúnebre a su lado, y desapareció por la puerta trasera.
No felicitó. No acompañó. No unió.
Huyó. Como quien no tolera perder en público. Como quien confunde dignidad con ausencia.
Esa escena fue más reveladora que cualquier encuesta:
la derrota le dolió más que el parentesco.
Y mientras el padre defiende su derecho a volver a intentarlo en 2030, sus hijos mantienen encendida la maquinaria de la conveniencia.
- Ignacio “Machito” Mier, diputado federal, sale a defenderlo en medios con tono de joven notario: todo legal, todo permitido, todo a favor…
Pero sin una sola palabra sobre Tecamachalco, donde policías bajo su mando ejecutaron a ministeriales y su administración quedó marcada por el desaseo financiero. - Daniela Mier, tras un paso opaco por el Congreso local, fue acomodada primero como subsecretaria de Igualdad y ahora como titular de la Unidad de Género.
No por mérito, sino por apellido, en un cargo que suena más a premio de consolación que a política pública.
Pero el verdadero drama de Nacho Mier no es la familia, ni la ley. Es el contexto. Todo esto ocurre en medio de la tormenta que azota al viejo linaje político del obradorismo.
Ese bloque que fue poderoso en su momento, y hoy se reacomoda entre ruinas y silencios incómodos.
- Adán Augusto, antes el delfín, hoy es un recuerdo que nadie quiere foto con él.
- Manuel Bartlett, símbolo del priismo eterno, ha perdido influencia incluso en su propio feudo y se dice su familia indagada por la UIF
- Y Nacho Mier, quien coqueteó con ambos y se sentó en su mesa, hoy está políticamente huérfano.
Sin el respaldo del expresidente. Sin el beneplácito de Claudia Sheinbaum. Y sin el calor local de Armenta, que ya le mandó el mensaje: no cuentes conmigo para tu causa familiar.
Por eso su obsesión con 2030.
Por eso la insistencia enfermiza en una candidatura que no le toca, ni le cabe.
Porque sabe —muy en el fondo— que es su última oportunidad de sostener el mito de que todavía pesa algo en Puebla.
Lo más ridículo es que todo esto ocurre en 2025 faltan cinco años. Y ya Nacho Mier anda apartando el trono, como quien reserva el pastel, sin saber si lo invitarán a la fiesta.
Esa ansiedad lo retrata mejor que su árbol genealógico. Porque cuando alguien se aferra tan temprano a lo que no ha llegado, no revela estrategia, sino desesperación terminal.
La Cuarta Transformación prometió romper con los apellidos heredados, con los pactos familiares, con el poder como herencia. Pero Nacho Mier no entendió nada. Sigue actuando como si el apellido fuera franquicia. Como si Puebla fuera feudo y como si la dignidad pudiera reemplazarse con argumentos legales.
Ignacio Mier podrá estar en octavo grado del gobernador. Pero está en primer lugar de los que más se aferran, y en el último de los que entienden que su momento ya pasó.
Su historia ya no es la de un político de oficio, sino la de un hombre que confundió legado con privilegio, y que insiste en gobernar una tierra que ya no lo quiere, no lo necesita y no lo reconoce.
Y eso, ni con edecán, ni con apellido, ni con árbol genealógico, se puede tapar.