México es uno de los cinco países de Latinoamérica donde no existe segunda vuelta electoral.
Hasta hoy, el método de mayoría relativa para elegir a alcaldes, legisladores, gobernadores y presidente prevalece.
En otras palabras: gana quien tiene más votos, sin importar cuántas personas participen en la elección.
De 1998 a la fecha se han presentado, al menos, 21 iniciativas para legalizar este proceso cuando existan comicios cerrados, pero permanecen archivadas.
Desde el PRI perdió la Cámara de Diputados por primere vez en 1997, ninguno de los presidentes ha logrado un respaldo mayor a la tercera parte de los votantes.
¡Ninguno!
Sólo con alianzas se ha conseguido controlar la mayoría de las votaciones legislativas.
Urge retomar el debate. Debió iniciar de forma seria cuando Felipe Calderón ganó por un margen del 0.56% en 2006.
Las y los políticos mexicanos están cómodos con el actual sistema.
No les interesa.
Sienten que pueden ganar bajo la regla actual de mayoría relativa. Parece que no entienden las ventajas de una segunda vuelta. O eso parece.
No cambiarán los problemas centrales del país como la pobreza o violencia, pero habrá menos polarización.
El ganador llegaría al puesto con mayor legitimidad. En un sistema como el actual, donde hay muchas opciones para elegir, lo más conveniente es la segunda vuelta para tener un resultado electoral irrefutable y un respaldo popular para la o el ganador.
Un cara a cara garantiza que alguno de los candidatos obtendrá la mayoría absoluta que es del 50% más uno de los votos.
Los mexicanos ya estamos hasta la madre del “voto por voto, casilla por casilla”.
Ya hay que otorgar al ciudadano mayor poder de decisión, darle la oportunidad de votar por el perfil más cercano a sus preferencias: ratificar o cambiar su elección en la segunda oportunidad.
Una medida que reducirá los conflictos postelectorales, porque dará legitimidad del triunfador, además de generar una mayor participación del electorado.