Supongamos que este será un texto para defender a Andrés Manuel López Obrador y su movimiento político. Escribiría unos adjetivos favorables, algunas cifras y argumentos, no sin algún toque de pasión. Lo publicaría y pocos minutos después, poco a poco y en cascada, me lloverían comentarios positivos de quienes coincidan con dichas líneas y un montón de ofensas de quienes no. Estos últimos me llamarían imbécil, fanático, ciego, borrego, lambiscón y muchos otros ataques en tonos groseros, vulgares y hasta amenazantes.
Supongamos que cambio de opinión y me dedico a hacer un listado de los aciertos del sexenio encabezado por Felipe Calderón. Los simpatizantes de Morena me dirán fifí, traidor, vendepatrias y muchas otras cosas peores.
Supongamos que entonces evito estos temas y quiero escribir sobre lo mal que obra cierta secta o movimiento religioso o simplemente a favor de los ciclistas y en contra de los malos conductores. Pasaría lo mismo, quienes no compartan mis puntos de vista se abalanzarían sobre mí y me advertirían que mis días sobre la tierra están contados.
Hasta aquí las suposiciones. Son suficientes para ejemplificar el punto que, como supondrá el lector, quiero abordar: La siempre viva intolerancia que anida en el fanatismo.
A lo largo de los últimos años he bloqueado a decenas de personas con las que en algún momento conviví, nos caímos bien o coincidimos en la vida. Las tenía como amigos o como seguidores de alguna cuenta en redes sociales porque creía que había cierto respeto o camaradería, hasta que publiqué algo que los ofendió y se fueron contra mí. Destaco que casi nunca atacaron o refutaron las ideas que expuse, sino se fueron directo contra mi persona. Y no me sobra hígado para soportarlo.
Si hubiesen presentado argumentos razonados contra cierta opinión que haya emitido, habrían enriquecido el debate e incluso podrían haber hecho que cambiara de parecer. Pero no, enfurecieron, terminaron ofendiéndome y ambos pasamos un mal rato.
La mayoría de las personas con las que he protagonizado estos desencuentros son seguidores de López Obrador, pero también han existido casos de católicos que se ofendieron por algún meme o post, e incluso una exvecina enfureció porque en algún momento critiqué a la gente que pasea a sus perros sin cadena -después de que el mío estuviese a punto de pelearse contra otro can por un dueño irresponsable-.
¿Cuántas veces a usted ha vivido casos similares? No quiero ser hipócrita. En algún momento expresé alguna opinión hiriente o me enredé en los ataques cibernéticos. Sin embargo, con los años estoy seguro de que me he vuelto más prudente y he evitado al máximo caer en estas provocaciones. Pero esto es lo de menos. Lo inquietante es que internet y las redes sociales están plagados de estos casos. Alguien opina algo sobre cierto político, religión o tema común y corriente y le llueven ataques, denostaciones y ridiculizaciones. ¿A qué grado de imbecilidad hemos llegado en que nos ofende que el otro no comparta nuestra visión del mundo?
¿De verdad somos incapaces de dialogar o debatir ideas sin ofendernos? ¿Así de pobre es nuestro razonamiento y vida intelectual? No cabe duda: nuestra sociedad está plagada de estudiantes de jardín de niños disfrazados de adultos.