Por fin alguien alzó la voz. Augusta Díaz de Rivera, ex lideresa estatal del PAN en Puebla, denunció —con el estandarte de la justicia en alto— que había sido víctima de violencia política en razón de género. Los culpables, según su valiente denuncia: Marcos Castro, Jesús Zaldívar y otros distinguidos varones del club de Toby blanquiazul. Machismo, exclusión, mensajes que minaban su liderazgo, decisiones oscuras, todo un catálogo de prácticas que, en efecto, merecen ser erradicadas de la vida política. Hasta ahí, el libreto de heroína parecía impecable.


Pero la historia dio un giro tan inesperado como inevitable: las llamas de la denuncia empezaron a arder para todos, y cuando decimos todos, es literal. Resulta que en el mismo expediente que exhibe a los inquisidores, aparecen señales de una violencia más estructural y sistemática, una que dejó sin recursos a varias candidatas panistas que, sin un peso para campaña, compitieron con las manos atadas.
Y he aquí la ironía suprema: esa decisión —la de no entregarles dinero— se tomó dentro del mismo aparato que presidía Augusta, con posibles complicidades del secretario general, del tesorero, y sí, también de Marcos Castro. Todos, cada uno desde su respectiva silla y con su respectivo sello, pusieron un ladrillo en el muro de la violencia política institucional.
Lo que parecía una cruzada contra los patriarcas opresores del partido terminó siendo un viaje al centro del infierno blanquiazul, donde la víctima es también victimaria, el justiciero, el verdugo, y el denunciante, un probable sancionado. Porque en este enredo, todos firmaron —por acción u omisión— los cheques en blanco de la exclusión.
Y no es que lo diga el columnista de marras. Lo dicen los criterios del Tribunal Electoral: negar recursos a mujeres candidatas es violencia política. Punto. Y quien lo permite, lo consiente o lo opera, es responsable, no importa si lleva tacones o corbata, si denuncia o calla.
Lo más trágico es que todos sabían lo que hacían. Nadie ignora ya cómo funciona el reloj de la paridad. Lo que hay aquí no es ignorancia, sino una coreografía perfectamente ensayada de simulación. Por eso, lo que comenzó como una denuncia valiente ha terminado como una tragicomedia de enredos jurídicos, donde el PAN poblano luce como un berenjenal: te metes y acabas espinado, aunque jures que entraste a cosechar justicia.
Y como toda tragicomedia tiene un autor detrás del telón, el gran beneficiario de este embrollo fue el exalcalde Eduardo Rivera Pérez, candidato perdedor y eterno favorito de la élite conservadora. Porque todo ese dinero negado a las candidatas sirvió —según se desprende del expediente y de las denuncias cruzadas— para inflar la campaña que lo llevó directo al fracaso… pero muy bien financiado.
Al final, todos fueron los tontos útiles de la maquinaria del Yunque. Augusta, Marcos, los secretarios, los tesoreros… todos terminaron siendo peones en el tablero de un proyecto que hoy navega en la opacidad. La paradoja: en su intento por imponer a un candidato, desmantelaron su partido y se prendieron fuego entre ellos.
Así, como en los relatos más cínicos de la política mexicana, los inquisidores terminaron en la hoguera, no por herejes, sino por leales. Por haberse tragado el cuento, obedecido sin chistar y creído que el fuego solo quemaría al de enfrente.