Después de la cruda —no solo la que deja el buen brandy y un atardecer en el Mediterráneo, sino esa que golpea cuando el peso de las decisiones erradas empieza a encajar piezas en tu mente—, el Toluco despertó con el insistente sonar de su teléfono celular. La nostalgia, mezclada con el eco de su última investigación sobre las gasolineras, seguía ahí, como un zumbido que no cesa.
Sabía que, en el exilio, cada llamada podía ser un portal al pasado o un anuncio del futuro que intentaba esquivar. Por eso dudó un segundo antes de mirar la pantalla. No era un número desconocido ni un código internacional: era Neto. Algo le revolvió el estómago.
Con el teléfono temblando en su mano, deslizó la pantalla para responder.
—¿Qué pasó, mi Neto? ¿Cómo estás, carnal? ¿Qué cuentas?
La voz al otro lado de la línea era animada, casi festiva:
—Nada, nada, aquí en mi despacho, colgando el cuadro de la cédula real que me hiciste favor de regalar. Se ve de poquísima. Muchas gracias, hermanito, por este detallazo. La neta, pocos me reconocen mi trayectoria.
El Toluco sonrió por compromiso, aunque por dentro una alarma se encendió. La cédula real no era solo un gesto amistoso; tenía su historia, y con Neto, nada era casualidad.
—No te preocupes, hermano. Sabes que siempre hay que reconocer el mérito —respondió el Toluco, mientras su mente repasaba mentalmente cada palabra, cada gesto de ese regalo que, en su momento, creyó inocente.
Neto no tardó en ir al grano, porque así era él, directo cuando algo lo inquietaba.
—Te hablo por lo siguiente. ¿Te acuerdas de aquella vez que tuvimos que sacarte de tu casa por la barda, cuando don Rafa te andaba persiguiendo?
El Toluco sintió el peso de esa memoria: la madrugada, las luces apagadas, el ruido de botas en la entrada y el brinco desesperado por la barda trasera. No era solo una anécdota; era una advertencia del calibre de las jugadas en las que estaba metido.
—Claro que me acuerdo, Neto. ¿Cómo olvidarlo? ¿Por qué lo mencionas? —preguntó, tratando de sonar casual, aunque sabía que la respuesta no sería fácil de digerir.
Neto rió al principio, pero su tono pronto cambió.
—Pues porque las cosas se están moviendo otra vez, carnal. La gente que antes nomás te seguía en las sombras ahora está haciendo llamadas, y no precisamente para saludarte. Me llegó un dato que conecta tu asunto de las gasolineras… ¿te suena?
El Toluco sintió un escalofrío que recorrió su espalda. Andorra no era cualquier nombre; era el sinónimo internacional de discreción bancaria, de cuentas que no querían ser encontradas, de historias que terminaban mal para los protagonistas.
Pues a moverse a Andorra a verificar las cuentas y a seguir escondido al final ese país no tenía acuerdo de extradición con México.
—No, Neto, no me suena. Pero creo que ya estoy entendiendo por dónde va esto…
Y antes de que pudiera procesar la información, Neto remató:
—Ah, y eso no es todo, hermano. También hay una mención a Sri Lanka. Alguien habla de pilates, pero me suena a clave. Te hablo porque sé que tú no te dejas sorprender… ¿o sí?
El Toluco respiró hondo, tratando de mantener la calma. Sabía que esas dos palabras —Andorra y Sri Lanka— no estaban juntas por casualidad. La conexión estaba ahí, esperando ser descifrada, y él, aunque no quisiera admitirlo, era parte de la trama.
El Toluco había dejado la llamada con Neto en pausa mental. Su cabeza seguía atrapada entre los fragmentos de aquella conversación, donde las menciones a la cédula real y escapadas a través de bardas parecían ecos de una vida pasada que lo perseguía con intensidad renovada. Pero no tuvo mucho tiempo para reflexionar; otra llamada entrante iluminó su pantalla. Esta vez era La Contadora.
Con un suspiro pesado y resignado, contestó.
—¿Qué pasó, Contadora? ¿Ya me traes otro “pendientito”?
La voz al otro lado del teléfono era de esas que mezclan calma profesional con una pizca de alarma velada, suficiente para que el Toluco supiera que algo grave venía detrás.
—Jefe, ¿cómo estás? Oye, mira, no es por preocuparte ni meterte ruido, pero… fíjate que me están avisando que acaban de ir a notificar a la oficina de Mariano allá en Ciudad Judicial.
El Toluco frunció el ceño. La mención de Ciudad Judicial nunca era buena noticia, especialmente cuando el nombre de Adán estaba involucrado.
—¿Notificar qué? —preguntó, intentando mantener la calma.
La Contadora no perdió tiempo.
—Un procedimiento de determinación de responsabilidades, jefe. Por el papelazo que nos dejó el chamaco Adán. Ya sabes, el gasto comprometido sin mayor ton y son… Nos quemó a todos. Qué burro fue, me cae.
El Toluco se levantó de golpe. El eco de las palabras resonaba como un tambor en su cabeza. Adán, el aprendiz que quiso jugar a ser maestro.
—Pero bueno —continuó La Contadora, como si intentara suavizar el golpe—, no podemos seguir jugando a ver si esto no explota. Tú me dices cómo manejamos esto. Yo sigo aquí en Sri Lanka, esperando que amanezca en Puebla para hacer las llamadas necesarias.
El Toluco cerró los ojos por un segundo, intentando imaginarse la escena. La Contadora, probablemente con un cóctel exótico en una mano y su computadora en la otra, seguía en su escape tropical, mientras las bombas legales explotaban a miles de kilómetros de distancia.
—¿Sri Lanka? —dijo finalmente, con un tono entre incredulidad y sarcasmo—. ¿Qué haces allá, contadora? ¿Clases de pilates en el paraíso o qué?
Ella rió con un dejo de ironía.
—No me lo vas a creer, jefe, pero sí. Estoy saliendo de una sesión de meditación con Mariano. La estamos pasando muy bien, aunque, ya sabes, siempre con un ojo en el correo.
El Toluco se masajeó las sienes. Las imágenes surrealistas de Sri Lanka, meditación, y procedimientos judiciales mezclándose en su mente lo hicieron sentir como si estuviera atrapado en un mal guion de cine.
—Ok, escucha bien —dijo finalmente, con el tono autoritario que había aprendido a perfeccionar con los años—. Haz las llamadas necesarias. Y cuando estés en Puebla, quiero un informe completo. Esto no puede esperar más.
La Contadora asintió al otro lado de la línea, aunque él no podía verla.
—Entendido, jefe. Solo espero que Adán esté listo para lo que viene, porque esto no lo arreglamos con yoga y mantras.
El Toluco colgó y se dejó caer en el sillón, con la mirada fija en el techo. En algún lugar entre Andorra y Sri Lanka, las piezas del tablero seguían moviéndose. Lo único claro era que el tiempo se acababa, y cada llamada parecía acercarlo más al final del juego.
Terminada la llamada con La Contadora, el Toluco se quedó un momento en silencio, mirando por la ventana del lujoso apartamento que había alquilado en Andorra. Desde allí, podía ver las montañas que rodeaban el pequeño principado, un lugar que había elegido no solo por su tranquilidad, sino por la discreta protección que ofrecía su legislación financiera. “Maldito Adán”, pensó mientras encendía un cigarro, “siempre dejando cabos sueltos”.
Mientras la contadora disfrutaba del amanecer en Sri Lanka y organizaba su próxima meditación, el Toluco recordó otro asunto pendiente en Puebla. Pero esta vez, no era Felipe ni las consecuencias políticas del desastroso proyecto. No, este pendiente tenía que ver con una inversión más personal, una promesa que había hecho en un momento de debilidad emocional: el negocio de pilates de su “cachorra”.
Tomó el celular de nuevo, marcando un número conocido. El Tocayo contestó al segundo tono.
—¿Qué pasó, Tocayo? ¿Cómo andas? —preguntó el Toluco con ese tono relajado, pero que siempre escondía un trasfondo de urgencia.
—Todo tranquilo por acá. ¿Qué onda contigo? ¿Qué andas tramando? —respondió El Tocayo con una risa nerviosa, ya acostumbrado a las peticiones de último minuto.
El Toluco no perdió tiempo.
—Mira, te necesito con algo rápido. Sácate unos cuantos billetucos de la cisterna, ya sabes cuál. Ve a ver al señor de las torres, sí, sí, en la Atlixcayotl, del banco español. Hay que liquidar la renta y el equipamiento del negocio de pilates que le prometí a mi cachorra. Es urgente, Tocayo. Ya van a inaugurar y no quiero que me ande reclamando, ¿me entiendes?
Hubo un silencio breve al otro lado de la línea, seguido por la respuesta práctica de El Tocayo:
—Va, va, ya sabes que yo jalo. Pero, ¿cuánto necesitas? Porque esos equipos de pilates no son cualquier cosa.
—No importa cuánto, solo resuélvelo. Tú ajusta con lo de la cisterna, y si falta algo, métele de lo que dejamos en el fondo del Atlántico. Ya luego cuadramos cuentas.
El Tocayo suspiró, pero sabía que cuando el Toluco pedía algo, no había opción de negarse.
—Está bien. Dame un par de horas y te confirmo. Pero oye, ¿estás seguro que esta inversión sí va a servir de algo? Digo, con eso de que ahora todos son “emprendedores” en tu familia…
—¡Claro que va a servir! —respondió el Toluco con sarcasmo—. Mira, el pilates está de moda, y yo siempre invierto en el futuro, Tocayo. Además, ya sabes cómo es la cachorra: si no cumple sus sueños, luego me hace caras.
Colgó la llamada con una sonrisa cínica, pero su mente seguía en Puebla. Había cumplido con un pendiente más, pero sabía que los fantasmas de su pasado político y financiero no se resolverían tan fácil como un negocio de pilates.
Desde Andorra, el Toluco dio un sorbo a su café recién hecho. Tenía que pensar en su próximo movimiento, porque en su mundo, estar quieto era un lujo que no podía permitirse.