La reforma llegó. La oposición está ausente.
Desde la Presidencia de la República se ha anunciado la conformación de una comisión para elaborar una propuesta de reforma electoral. Como cada sexenio. Como cada gobierno. Como cada vez que a alguien le dan las llaves del poder y quiere moverle a las reglas del juego. No hay sorpresa. La reforma electoral es una discusión de fondo: quién puede llegar al poder, cómo se representa la voluntad popular, qué hacen (o no hacen) los partidos y cómo se organiza el voto.
Pero lo verdaderamente trágico no es la reforma. Lo trágico es la reacción de la oposición, esa criatura cada vez más mitológica.
¡Ah, la oposición!
Llorando porque “no la invitaron”, porque “no fueron tomados en cuenta”, porque “la comisión no es plural”, como si la presidenta de la República tuviera la obligación de tocarles la puerta y decirles:
—“Hola, ¿quieren venir a merendar galletitas y opinar sobre la reforma electoral?”—
¿Qué esperaban? ¿Un brunch con Claudia? ¿Un foro con café orgánico y letras doradas que dijera “Bienvenidos opositores”?
Por favor.
El Ejecutivo tiene derecho a presentar una iniciativa. La comisión es suya.
El problema no es ese. El problema es que la oposición ni siquiera intenta dar la pelea en el Congreso, ni en el debate público, ni en el diseño técnico, ni en nada.
El PAN nacional —porque del PAN poblano ni eco hay— no dice ni pío. Están tan ocupados cuidando su pellejo partidista, que la democracia les queda lejana, casi exótica.
Y cuando se asoman, no es para debatir, es para llorar.
Son como el niño chillón del salón:
ese que no hace la tarea,
no lee el tema,
no entrega el ensayo,
pero se queja porque nadie lo peló.
Se siente excluido, pero nunca se inscribe.
Exige tribuna, pero no redacta ni un maldito párrafo.
Atrás quedaron los días en que un Carlos Castillo Peraza perdía todas las votaciones, pero ganaba todos los debates.
Y cuando, por algún milagro político, logran decir algo, la señal es tan baja, tan confusa, tan débil… que no se les entiende nada. Porque, seamos claros, la oposición de hoy es como el Wi-Fi de cafetería:
te dicen que está abierta,
te pasan la clave,
pero al intentar conectarte…
no carga ni el WhatsApp.
Y si por alguna razón carga,
no puedes ni mandar un archivo sin que se caiga la conexión.
Presumen estar, pero no sirven. Como si no existieran.
Y lo mismo aplica para algunos exconsejeros, analistas de protesta automática y opinadores de nostalgia dorada, que ahora patalean porque no fueron convocados. Pues claro que no. Nadie está obligado a darles palco preferencial. Si quieren ser parte del debate, que lo ganen. Que presenten ideas. Que redacten. Que salgan de la columna cómoda y se metan a la discusión incómoda.
Porque hoy la reforma electoral no se disputa en los lamentos, se disputa en el Congreso, en las calles, en la narrativa pública y en el contraste de visiones.
Y ahí, la única manera de ser oposición es proponiendo.
Punto.
Pero no, prefieren ser figurantes en la obra quejumbrosa de siempre.
La gente, mientras tanto, ve todo esto con indiferencia. No porque no le importe la democracia, sino porque no ve a nadie defendiéndola con seriedad. Y entonces, el cinismo avanza.
Y el día a día se traga los asuntos públicos.
Y la democracia se convierte en algo que solo sirve para discursos del domingo.
Porque sin propuesta, no hay contraste.
Y sin contraste, no hay disputa.
Y sin disputa, no hay democracia.
Solo un loop eterno de excusas, memes y derrotas.
Saludos de Raspu,
desde la esquina donde sí hay señal.
Desde la Tierra.
Porque acá, al menos,
seguimos creyendo que hacer política no es llorar,
sino proponer.