Lo vi en la Plaza de la Democracia, frente al Carolino, con la iglesia de la Compañía como testigo. El escenario no podía ser más irónico: la plaza donde generaciones reclamaron dignidad, ahora servía de teatro para el derrumbe de un hombre que quiso jugar a rector.
A “mi mije” un bordiosero le entregó una carta y le susurró: “Tú sabes lo que hiciste”. El sobre temblaba entre sus dedos como si contuviera dinamita. Yo, desde mi rama, extendí el cuello y me dispuse a ver cómo su rostro se desmoronaba párrafo a párrafo.
Al leer la primera línea —“Tú no tienes la culpa, mi chiquis querido”— esbozó una sonrisa torpe. Creyó que aquello era absolución, una palmadita en la espalda. Pero pronto sus ojos brillaron con esa humedad agria de quien descubre que la ironía lo desnuda más que un insulto.
El texto recordó aquella tarde de 2019 en un restaurante, cuando recibió el famoso sobre con la leyenda “Acuerdo de Rectoría”. Sus labios se apretaron. Yo alcancé a ver cómo se le helaba la piel: sabía que lo que entonces interpretó como promesa dorada era, en realidad, una trampa con huellas que hoy le queman por dentro. Se llevó la mano a la frente, como si quisiera borrar el recuerdo a manotazos.
Luego vino el recordatorio de su padrinazgo con Esparza. Sus mejillas se hundieron en palidez. La carta lo llamaba camaleón: morenovallista cuando le convenía, barbosista cuando le servía, esparcista hasta el tuétano. Y en todos lados incumplió, traicionó, se acomodó. La misma frase se repetía como martillazo: el traidor siempre termina traicionado.
Cuando leyó las alusiones a sus aliados de ayer que hoy lo delatan, bajó la cabeza al piso de piedra. Buscaba refugio en las losas centenarias, como si allí quedara algún resquicio de lealtad. Pero no: ni el suelo quiso sostenerle la mirada.
El párrafo de los negocios turbios lo hizo tragar saliva con violencia. Contratos inflados, favores concedidos, tramas ocultas… Mientras algunos se paseaban en pisos de lujo en España, a él lo dejaron tirado en Puebla, abandonado, despojado, como perro sarnoso al que ya nadie quiere reclamar.
Cuando la carta lo acusó de mandar a golpear estudiantes maniatados, levantó los ojos hacia la torre de la Compañía. Murmuró algo, quizá un auxilio a Dios. Pero hasta los santos parecían darle la espalda: la plegaria se le quedó atorada en los dientes, como un rezo sin fe.
Después vino el golpe bajo: recordarle los negocios de su propia hija. La que llevó a la bancarrota al equipo profesional de la universidad. Su mandíbula se tensó, como si morderse los labios pudiera tragarse la vergüenza familiar. Pero no: los pecados heredados también pesan, y él lo sabía.
La carta siguió enumerando fraudes, falsificaciones, abusos, traiciones… y él apenas mascullaba disculpas mudas, frases ahogadas que nadie escuchaba. El cuerpo entero le temblaba, como si la plaza entera lo señalara.
El remate fue brutal: “Sí tienes la culpa, por pendejo”. Cerró los ojos. No para rezar, sino para escapar de sí mismo. Porque no hay sombra, ni banca, ni templo que cubra la vergüenza grabada en la cara de un hombre.
Yo, el Cuervo Blanco, lo vi todo. Y créanme: en esas arrugas, en esa palidez, en esos ojos que suplicaban auxilio, estaba escrita la verdadera carta.
Y qué curioso —mientras recogía el sobre arrugado—, a unas calles pasaba el camión rumbo a la penitenciaría de San Miguel. ¿Estará seguro Memije de que podrá tomarlo por su propio pie? ¿O acaso tendrá que esperar a que lo escolten los ministeriales, con orden de la Fiscalía en mano?